Beatrice Silati, una muchacha de 21 años, perdió a su hijo cuando dio a luz. Vive en Mitundu, una pequeña población situada a unos 45 kilómetros al sur de Lilongwe, capital de Malawi. Horas después del parto, Beatrice comprobó que algo no iba bien en su cuerpo. “Me di cuenta de que se me escapaba la orina. Bueno, no se me escapaba, se me caía sin querer… No sabía lo que me pasaba. ¿Cómo iba a saberlo?”, se pregunta. Cuenta la joven que su marido le aconsejó que fuera al hospital y en el centro del distrito de Bwaila, en la capital, le diagnosticaron su dolencia: tenía una fístula obstétrica, un mal que no acarrea mayores problemas en los países más industrializados pero que supone una verdadera tortura para quien la sufre en naciones en desarrollo.

La fístula obstétrica, según el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA por sus siglas en inglés) es una de las lesiones más graves que pueden ocurrir durante el parto. La obstrucción en el nacimiento puede prolongarse durante días e impedir el riego sanguíneo a los tejidos en la pelvis de la madre. Cuando este tejido muere, se desprende y deja un orificio entre el canal del parto y la vejiga o el recto que provoca que la mujer no tenga control sobre la orina, sobre las heces o sobre ambas. La situación, de no diagnosticarse, puede alargase durante años. La UNFPA estima que la sufren unas dos millones de mujeres en la actualidad y que, cada año, se producen entre 50.000 y 100.000 nuevos casos sin tratar en todo el mundo.

Aunque sea una lesión de diagnóstico rápido y de curación sencilla, en países como Malawi (pese a sus significativos progresos en materia de salud y de disponer de una sanidad gratuita), donde el 25% de la población no tiene acceso a sistemas de salud alguno, ni público ni privado, y la proporción que recibe tratamientos adecuados del 75% restante “no se puede saber con exactitud”, según el IANPHI (International Association of National Public Health Institutes),

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