Las cosas solo están cuando están las cosas. No se trata de ningún trabalenguas facilón, sino de algo que debería tener a la ciudadanía alerta y vigilante. De una vez: este país no tiene, todavía, una ley de eutanasia.

Las cosas no pintan mal, de acuerdo, pero hay mucha gente, mucha más de lo que sería aceptable, porque aunque fuera uno ya sería mucha gente, que va a prolongar su vida más de lo que desearía, y en condiciones pésimas, porque la ley ha tardado mucho.

Pero ya se ve que llega el momento en que el Estado se va a hacer cargo de que se cumpla un derecho fundamental de los seres humanos, que es el de ponerle un final a la propia vida.

Casi no habría que insistir en ello, pero la derecha, inspirada como siempre por esa tremenda máquina de hacer sufrimiento que es la Iglesia católica, obliga a ello: lo primero es que se trata de un derecho, no de un deber, es decir, que, como en el caso del aborto, no es obligatorio. No habrá guardias que obliguen a nadie a acortar su vida en forma decente. Quien quiera, eso sí, libremente, sufrir hasta el final, podrá hacerlo, porque el liberalismo es así de bondadoso.

La tarea del Estado es muy sencilla: asegurar que todos los ciudadanos puedan acudir a la sanidad pública para ejercer su derecho sin tener que recurrir a métodos clandestinos para hacerlo.

El Congreso tiene por delante un trabajo profundo que le llevará, además, a negociar algo tan difícil como los límites entre la eutanasia y el suicidio asistido.

La derecha tiene que saber que solo es cuestión de tiempo lo siguiente. Y ya sabemos todos quién ganará la batalla del suicidio asistido. Será la ciudadanía. Como ya han ganado las mujeres españolas el derecho a abortar.

El pentobarbital se consigue ahora en España de forma que su obtención está sujeta a numerosas dificultades, y, a veces, a incómodas violaciones de la ley.

Para conseguir la sustancia hay que resignarse a que le tomen a uno por un caballo o por su propietario,

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