La pandemia ha cambiado el mundo. Aún más: nos ha cambiado a cada uno de nosotros. Todavía no sabemos hasta qué punto lo ha hecho, pero todos tenemos la experiencia de que ha dado la vuelta a lo que los filósofos, a lo largo de la historia, han considerado nuestra «segunda naturaleza»: los hábitos.

Desde que suena la alarma hasta que volvemos a poner el móvil sobre la mesilla, ya de noche, hay conductas que tendemos a repetir con fluidez y que nos facilitan la vida doméstica, laboral y de ocio.

Al despertarnos, solemos repetir un conjunto de acciones que nos hace el comienzo del día más agradable, y que nos ayudan a ser eficientes para dedicarnos a otras cosas más interesantes. En el trabajo, disponemos un entorno –incluyendo la taza de café al lado del teclado– que nos ayuda a superar el «rozamiento», término empleado por la experta Wendy Wood, en el inicio de nuestras tareas diarias.

Entre un sitio y otro, los hábitos están también presentes: la conducción implica una serie de acciones repetidas que mejoran con la práctica. Respecto al ocio, la actividad física –salir a correr, ir al gimnasio, quedar con los amigos a jugar un partido–, tocar un instrumento o incluso la lectura son también conductas habituales que están profundamente incorporadas en nosotros.

Y, de repente, nuestra segunda naturaleza ha visto sus cimientos sacudidos.

Hábitos sacudidos

Pero, ¿qué es un hábito? Es una disposición a actuar de cierta manera, que normalmente adquirimos repitiendo acciones que nos resultan gratificantes. Según nuestra aplicación de la noción aristotélica de hábito a la psicología y la neurociencia de hoy día, hay hábitos buenos que nos ayudan a hacer ciertas conductas cada vez mejor, y que de hecho las disfrutemos más, mientras que hay hábitos malos que hacen nuestra conducta más rígida, incluso incontrolable, y alejada del disfrute. Como puso C.

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