El confinamiento que vivimos en muchas regiones del mundo para luchar contra la pandemia de la COVID-19 –uno de los mayores desastres globales desde la II Guerra Mundial– está teniendo algunos efectos sobre el medioambiente que invitan a reflexionar. En la medida de lo posible, podemos extraer algunas lecciones tanto sobre dichos efectos como sobre las acciones a adoptar.

La reducción de la actividad económica y de los desplazamientos asociada a las medidas adoptadas para reducir los contagios está produciendo mejoras en la contaminación local y en las emisiones de CO2. Incluso los canales de Venecia están más limpios.

Los efectos sobre las emisiones de CO2 y sobre las concentraciones de NOx en China se han asociado a la cuarentena en Wuhan y otras regiones. Este mismo patrón se repite en Italia y en España.

Dichos efectos eran esperables. Como ya nos contaban Barry Commoner, John Holdren y Paul Ehrlich en los años 70 con su famosa identidad IPAT –luego adaptada al problema del cambio climático por Yoichi Kaya–, las emisiones de contaminantes, como cualquier otro impacto ambiental, pueden descomponerse típicamente en varios factores: la población, la actividad económica (medida en renta per cápita) y la intensidad en emisiones de dicha actividad económica.

El peso de la actividad económica y el transporte

Si observamos las últimas series, vemos cómo la actividad económica es la más importante de ellas: en las últimas décadas la renta per cápita ha sido el principal motor del aumento de emisiones de CO2 a nivel global. Lo mismo sucede cuando realizamos una descomposición de emisiones de CO2 en España desde 2008.

En nuestro país, además, el confinamiento se nota especialmente porque el principal sector emisor de CO2 y de otros contaminantes atmosféricos es el transporte: produce el 27% del dióxido de carbono y es responsable en un 80 % de los daños de los contaminantes atmosféricos en las ciudades.

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