En estos días, la información fluye como un reguero entre los ciudadanos. Por lo tanto, es importante saber que un contenido no fundamentado puede convertirse en desinformación.

Desde la eclosión del uso de los satélites para la comunicación, cualquier hecho o acontecimiento lo vivimos en directo. Tenemos la información en tiempo real, la recibimos, la interpretamos y la compartimos. Con la llegada de las redes sociales, esta inmediatez ha ganado el pulso a la reflexión y al pensamiento crítico.

No cuestionamos las imágenes, los sonidos o los comentarios que nos llegan y en la mayoría de las ocasiones, tampoco sabemos cuál ha sido la veracidad del contenido o la fuente que ha generado esta información.

La información ha tenido, a lo largo de la historia, un papel muy relevante para la sociedad. Sin embargo, en momentos de crisis como la del COVID-19, un mal uso puede convertirse en un problema de gran impacto. En este contexto, las plataformas tecnológicas y los verificadores (fact checkers) se convierten en un elemento esencial para la búsqueda de la verdad.

¿No será esto una conspiración?

¿Qué puede gustar más que una buena trama?: ¿no será esto una conspiración?, ¿estará detrás Estados Unidos?, ¿será una guerra comercial?, ¿se trata de una sofisticada y aleatoria manera de controlar la población?, ¿qué agente extraño ha podido dar lugar a esta forma de neumonía? ¿desaparecerá con el calor?

En este contexto es donde la desinformación encuentra un espacio perfecto para su transmisión. No es la falta de ética la que lleva a inventar historias, tampoco el desconocimiento del daño que estas puedan causar, sino la sofisticación que se esconde cuando estos bulos, bien armados y mejor dirigidos, hacen que confundamos la verdad con la mentira.

Hay que pararse a reflexionar

La verificación que se hace de la información que recibimos, por lo general, es reducida. No hacemos fack checking si lo hemos recibido de un familiar o un amigo,

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