El estado de alerta que ha vaciado las calles de nuestras ciudades va a tener un impredecible impacto criminológico. Hay antecedentes, como el acusado descenso de la delincuencia en Washington el 15 de agosto de 1965, coincidiendo con el concierto de The Beatles en el Shea Stadium. Nadie quiso perdérselo. Tampoco los delincuentes. ¿Pero qué ocurre de puertas para adentro?

Existe entre la opinión pública, e incluso en las referencias científicas especializadas, un amplio catálogo de conceptos para referirse a los actos violentos cometidos en el ámbito familiar o de las relaciones afectivas. Se apela a la violencia de género, a la violencia doméstica o a la violencia contra la pareja para, desde los matices semánticos propios de cada etiqueta, subrayar o poner el acento en la asimetría de las relaciones, el escenario de conducta o el rol criminógeno masculino.

Violencia entre grupos que viven bajo un mismo techo

También es frecuente el uso del término violencia intrafamiliar ya que, al margen de cómo se defina la «familia», las conductas inapropiadas se producen en un contexto que es reconocido como «familiar». En todo caso, en este artículo nos queremos referir específicamente a la conducta negligente, abuso de poder o conducta violenta (psicológica, física o sexual) que tiene lugar en el entorno social de un grupo de individuos que viven bajo el mismo techo.

En este sentido, aunque en algunas unidades convivenciales puede llegar a instalarse una dinámica de violencia crónica y multilineal, centraremos nuestra atención, no solo en las mujeres, sino también en las que podríamos considerar las víctimas más vulnerables en este tipo de escenarios, es decir, los menores y las personas de avanzada edad dependientes.

El peligro de la invisible

En lo que concierne a la violencia ejercida contra estos dos colectivos, encontramos una realidad cuya denuncia es inaplazable: la invisibilidad. Si bien es cierto que en el caso de la violencia contra la mujer existe una inaceptable cifra negra,

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