“No sé si empezar por el accidente o por el dolor, que es lo que me está fastidiando la vida. Por este dolor llamé hace unos meses a Derecho a Morir Dignamente pero, en vez de ayudarme a morir como quería, me están ayudando a buscar otra salida. En la asociación creen que puedo solucionar algunos problemas antes de decidirme por el último recurso. Y aquí estoy, intentándolo, aunque siempre hay un momento, sobre todo por la noche, en que piensas que no merece la pena. Hay que superar esos tres segundos. No puedo mover los brazos, si no, probablemente ya habría cometido una locura. Tras el accidente llegué a llevar una buena vida en mi silla de ruedas, pero ahora el dolor me tiene aquí en la cama. La silla de ruedas me daba alas, ahora el dolor me mata”.

El testimonio de Rafael Botella Martí, de 34 años, se prolonga durante varias horas. Hay más bromas que lamentos. Cuando parece que va romperse por un recuerdo, se queda callado unos segundos y reanuda su relato. Sospecha que su actitud poco quejumbrosa provoca que no todos se crean el insoportable dolor que le aqueja. Este texto es una síntesis en primera persona de la entrevista que tuvo lugar en su casa de Simat de la Valldigna, a 55 kilómetros de Valencia.

“Cuando sufrí el accidente tenía 19 años. Fuimos a dar una vuelta en el coche de un amigo. Yo iba de copiloto, con mi novia detrás y otro amigo a su lado. Lo siguiente que recuerdo es la UCI. Un mes estuve. Tengo una lesión medular incurable desde arriba del cuello; de hombros hacia abajo, solo puede mover un poquito el brazo izquierdo. Era consciente de todo. Nadie me contaba nada. Ya en planta (estuve nueve meses en La Fe de Valencia), me visitaron los padres de mi novia. Hoy, 15 años después, siguen viniendo a verme. Ella fue la única que murió en el accidente. Era de Tavernes, el pueblo de aquí al lado. La primera vez que la vi,

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