Otras civilizaciones dejaron pirámides, coliseos, filosofía o alcantarillas. Griegos, romanos, egipcios, asirios y hasta los vikingos nos legaron herencias clave como valores y principios, avances revolucionarios como acueductos y escritura o dioses como los que aún hoy nos ayudan a identificar el poder arbitrario, el amor imposible o los dramas familiares. Saturno devoraba a sus hijos como un hijo estaba devorándose a su madre estos días en Madrid. Nuestro mundo, al fin y al cabo, avanza versionando el pasado con la mirada puesta en un Valhalla que se desvanece al morir. Todo parece ya inventado. O no.

Frente a esa grandeza heredada, una se pregunta qué legará nuestra civilización (ejem) y la respuesta más aproximada es la que ofrece Henning Mankell en Arenas movedizas (Tusquets), el libro que el gran novelista escribió en sus días finales, cuando la enfermedad amenazaba ya su existencia (y nuestras lecturas). Presintió el sueco que nuestra herencia será la basura. Un montón inmanejable de basura. Residuos tóxicos, nucleares, minerales, radiactivos, imposibles de reciclar, que los nietos de nuestros nietos no tendrán más remedio que mirar de frente en busca de una explicación que no encontrarán. ¿Cómo se les ocurrió legarnos esto?, se preguntarán. ¿Eran imbéciles? Nuestro conocimiento, información, libros, música, teatro, fotos e historia podrán desaparecer en las nubes tecnológicas, que presentimos más inestables aún que las del cielo, pero los restos de nuestro consumo estarán en su jardín. Ni unos fanáticos como los que destruyeron los Budas de Bamiyán o los templos de Palmira serán capaces de terminar con los residuos. Y eso si no morimos antes sepultados por toneladas de plástico cuando éste desborde los océanos, que va camino.

Por eso adquiere relevancia, tan parpadeante como una ilusión navideña en casa de pobres, la lucha que ha emprendido la también sueca Greta Thunberg, de solo 16 años, y miles de estudiantes por la causa climática. Semana tras semana, los chavales nos ponen ante el espejo sin que nos demos por aludidos. “No hay tiempo para esperar a que crezcamos”, dijo Greta esta semana en Bruselas.

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