Cuando se trata de piojos, está claro que no se puede cantar victoria. Es recibir la circular del colegio que anuncia un nuevo caso en el aula y ponerse una a temblar (llegan durante todo el año, pero el calor favorece el contagio). Yo, por ejemplo, inspeccionaba a menudo la larga melena de mi niña -también, aunque más rápidamente y un poco por encima, la de mi hijo, mucho más corta- y nunca veía nada. Con cada nueva nota del colegio, hacía a los niños la misma pregunta: «¿os pica, hijos?». La respuesta siempre era negativa, y llegué a pensar que mis hijos eran inmunes al insecto. Hasta que un mal día experimenté el problema en mi propia piel; o, mejor dicho, en mi cuero cabelludo, en el de la niña y en el de su hermano. Todos en casa teníamos piojos, todos menos el padre, que es calvo y se libró. Algo bueno tenía que tener la alopecia.

A dos manos. Así nos rascábamos, desesperados, sobre todo por detrás de las orejas, a la altura de la nuca; allí es dónde encuentran el ambiente cálido que necesitan para incubar los huevos. Pero para confirmar el diagnóstico de pediculosis (o, lo que es lo mismo, infestación de piojos) hay que ver alguno vivo… y ahí estaba el maldito, surfeando el flequillo de mi hija. No había duda, me acerqué un poco más y distinguí un auténtico festival de liendres, que es como se conoce a los huevos de estos parásitos. Solté un gritito y observé que mis hijos ponían caras de preocupación, así que me tranquilicé. Traté de convencerme de que no es algo grave, y recordé que estos bichos no producen más complicación que un incómodo picor, como mucho alguna infección leve, provocada por las heridas que pueden provocarse los niños cuando se rascan.

Según asegura la Asociación Española de Pediatría, y según datos recogidos de los Centros para el Control, y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos, ya formábamos parte del grupo de entre 6 y 12 millones de personas se infectan cada año,

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