¿Quién no lo sabe? La muerte siempre triunfa. La vemos de forma diferente en verano que en invierno, cuando estamos sanos o enfermos, pero casi nunca aparece como es: un proceso más o menos largo, silencioso, solitario, que empieza con el último soplo de aliento sin aire y termina con nuestra desintegración en la nada. Así es, qué le vamos a hacer; morir es regresar al vacío, el lugar del que venimos sin ningún recuerdo, ni más ni menos.

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Entonces, si terminamos en el mismo lugar del que partimos ¿por qué sentimos este miedo frío que duele más que el resultado? La muerte es un hecho inescrutable, engañoso e incierto, por eso le tenemos miedo. Es un proceso oscuro, curvo como el universo pero muy nuestro. No nos engañemos, la muerte no es un hecho exterior, no lleva guadaña, no tiene un dedo que te señala. El que se muere eres tú. Son tus células, tus nervios, tus neuronas las que dicen basta. La muerte es nuestro acontecimiento interno, privado, íntimo más importante y definitivo y por eso reclamamos el derecho a decidirla y dirigirla. La muerte nos pertenece.

Algunos se la toman como un fracaso, otros como una rendición o un accidente y muchos se consuelan pensando que su devoción les asegura el paraíso. Pero ¿quién puede dudarlo? El paraíso y el infierno están aquí, al lado, detrás de cualquier puerta, debajo de cualquier sábana. El infierno lo creamos nosotros, está en Alepo, en las minas de Coltán del Congo y a veces también en la habitación de un hospital y, sin duda, el infierno está en la cama de Ramón Sampedro, Inmaculada Echevarría, Vicent Lambert, Maribel Tellaetxe, María José Carrasco… He aquí personas que sufren cada día, cada hora, durante décadas y no hacemos nada, personas que esta misma mañana están pidiendo ayuda para despedirse pero, como ya no pueden romper cosas, nadie las escucha. Las leyes que regulan nuestra destrucción todavía destilan mucho incienso.

Este no es un asunto exclusivo de la familia.

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