El diagnóstico llegó a los 22 años. Había contraído el VIH. Comenzaban los noventa y María José Fuster inició el tratamiento con AZT, la única opción en ese entonces. «Fue una época dura», recuerda. Ahora, 30 años después de aquel día, Fuster dirige la Sociedad Española Interdisciplinaria del Sida (Seisida) y es una «superviviente de larga evolución», como son llamados los que se contagiaron en esos años y conforman aproximadamente una cuarta parte de las personas con VIH a nivel global.

En 1996 llegó la triple terapia, la «aplicación de tres fármacos sin causar toxicidad, cuyos efectos se mantenían en el tiempo, a diferencia del AZT y de la doble terapia», explica Santiago Moreno, jefe de Servicio de Enfermedades Infecciosas del Hospital Ramón y Cajal. «Se comprobó que el control de la carga viral hizo que cayeran los casos de sida y de muertes». Fuster recuerda el momento cuando «salió del médico con un montón de pastillas. Fue la luz al final del túnel».

Supresión máxima.

Un medicamento contra el VIH debe evitar la mortalidad del sida.

Inmunidad.

También restaurar y preservar la función inmunológica del organismo.

Reducción de la morbilidad.

Debe prolongar la duración de la vida, pero también su calidad.

Prevención.

El diagnóstico y la terapia impide que se propague.

Una vez que se ha logrado que los pacientes con VIH tengan una esperanza de vida similar a la de los que no tienen el virus, llega el siguiente reto, que Fuster resume así: «No son sólo años a la vida, sino vida a los años». Los pacientes, dice, presentan cuadros de ansiedad, tristeza, fatiga, trastornos de sueño y escasa satisfacción sexual, sobre todo en las mujeres, entre otros aspectos que hace que su calidad de vida sea un 70% menor a la de los que no tienen el virus.

«Hay que redefinir el éxito de la terapia», dice Moreno. «A la supresión máxima para evitar la mortalidad del sida y la restauración de la función inmunológica se suman ahora otros dos factores importartes: la reducción de la morbilidad asociada al VIH,

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