Manuel falleció el 1 de abril a causa de la Covid-19. Tenía 69 años, y desde hacía 62, cuando su madre contrató un seguro de deceso para él, se abonó sin falta cada cuota; mes a mes, año a año.

Permaneció ingresado dos semanas en el hospital madrileño Fundación Jiménez Díaz. Solo, sin su familia alrededor, porque la pandemia condena a uno a morir lejos de los que más te quieren. Manuel reaccionó bien de inicio al tratamiento, según los partes telefónicos que comunicó el equipo médico a la familia, un día tras otro, sin falta; pero después la recuperación se frenó de golpe. El coronavirus ganó la batalla.

Su mujer y su hija Marta recibieron la llamada que les informaba del fallecimiento pasada la medianoche de aquel 1 de abril, y automáticamente se lo trasladaron al resto de la familia. Una hora después, la hija llamó a la aseguradora de toda la vida de su padre para garantizarse que, bajo ningún concepto, Manuel acabará trasladado al Palacio de Hielo o un lugar similar. «Nos dijeron que no nos preocupáramos por nada, que ellos se ponían en contacto con la Fundación Jiménez Díaz y se hacían cargo del cuerpo de mi padre inmediatamente, entre otros servicios», detalla Marta. De nuevo, a la mañana, lo reconfirmaron punto por punto.

Al día siguiente se informó a la familia de Manuel de que el cuerpo había sido recogido en la Fundación Jiménez Díaz para ser trasladado a las instalaciones de la funeraria y ser preservado hasta su incineración, como era su deseo. Todo mentira, zanja Marta: «En medio de todo lo que sufríamos nuestra preocupación era que nuestro padre no acabara donde acabó». Y ese sitio fue el Palacio de Hielo, la gran morgue improvisada por la Comunidad de Madrid.

Los siguientes días fueron un sinfín de llamadas y mails, en muchos casos no contestados.

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