Estas mujeres sufren dos cárceles. La primera es este penal de hormigón en el que hace un calor pegajoso. Aquí cumplen 30 años de prisión en un país, El Salvador, que considera que quienes abortan o pierden a sus hijos por complicaciones obstétricas son homicidas. En un país con una de las legislaciones más restrictivas del mundo contra el aborto, su segunda cárcel es el estigma que las lleva a no contar el motivo por el que están aquí encerradas. Por eso algunas de ellas ni siquiera se conocen entre sí. Las demás las llaman mataniños.

Ese mismo estigma pesa también para las familias. A Evelyn, de 32 años, encarcelada hace 10 y con 20 de condena por delante, la denunció su propia hermana. “Ya la perdoné”, dice la presa. Nadie le manda el dinero que necesita para comprar productos de higiene personal. Trabaja en la obra del penal, que abrió en marzo sin estar acabado del todo. Por cada día de trabajo, dos de redención de pena. Su hijo Cristopher tenía tres años la última vez que lo vio. Ahora es un adolescente con el que habla por teléfono cuando consigue reunir el dólar que vale un minuto de conversación: “Dice que quiere ser abogado, luchar por sacarme de aquí”. Cabecea y mira al infinito mientras justifica su desgracia en la voluntad divina: “Todo pasa porque Dios lo permite, ni la hoja de un árbol cae sin que Él quiera”.

Evelyn observa con la mirada recia de quien ha pasado demasiadas penalidades. La delató su propia hermana: “Ya la he perdonado”

El penal de mujeres de Izalco está a dos horas en coche al oeste de San Salvador, la capital. Un portón grande y un muro coronado de concertinas separan el interior de la calle. No hay más puertas. “Si se escapan es peor. Aquí el peligro está fuera”, explica una funcionaria. La zona en la que se asienta el penal está controlada por las maras, las violentas pandillas de El Salvador.

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