El inmunólogo y Premio Nobel de Medicina Peter B. Mendawar acuñó una inmejorable definición de los virus: «Un trozo de ácido nucleico rodeado de malas noticias».
Muchas personas han quedado sorprendidas al tener noticias estos días de que existen virus compartidos por humanos y animales, lo que ha servido para resucitar en la memoria colectiva la mal llamada «gripe española», que irrumpió en 1918. Provocó en tan solo un bienio más de cincuenta millones de muertos y se colocó a la cabeza de las pandemias mortíferas que han asolado la historia de la humanidad.
La Primera Guerra Mundial, que coincidió temporalmente con la gripe de 1918, mató a veintiún millones de personas en cuatro años. La gripe hizo lo mismo en cuatro meses. Hoy sabemos que el 80 % de las bajas estadounidenses en aquella guerra no fueron por fuego enemigo sino por la gripe.
Hospital de campaña durante la epidemia de gripe de 1918 levantado en el acuartelamiento Camp Funston, Kansas. / National Museum of Health and Medicin
Lo que se transformó en unas cuantas semanas en el mayor desastre natural de la historia de la humanidad comenzó como un simple virus gripal porcino que afectó a las piaras del Medio Oeste norteamericano. El inocuo virus porcino había mutado en el remoto condado de Haskell, Kansas, cerca de Fort Kinley, de donde tras provocar quinientas muertes durante el invierno de 1918, desapareció misteriosamente. Desde allí, trasportado en los pulmones de miles de soldados aparentemente sanos, el virus, después de 45 000 bajas entre los reclutas norteamericanos acuartelados antes de ser enviados a las trincheras europeas, se expandió por todo el mundo.
En la madrugada del 26 de septiembre de 1918, en el campamento Jackson, Carolina de Sur, a miles de kilómetros de distancia del frente europeo, el médico de guardia certificó la muerte del soldado raso de 21 años Roscoe Waughn.