Nos enfrentamos a la mayor crisis de salud pública que ha conocido la actual población occidental. La pandemia COVID-19 no solo va a tener efectos directos sobre la salud y la vida de miles de personas. Los tendrá también de otra naturaleza, más difusos quizás, pero de más largo alcance.

La llamada gripe española de 1918 no nos sirve para anticipar cuáles pueden ser las consecuencias de orden social de la pandemia actual. Hay, por un lado, una gran incertidumbre con relación a la incidencia y letalidad de ambas, aquella gripe y esta pandemia.

Habrá de pasar más tiempo para tener datos fiables de COVID-19. Por otro lado, hoy sabemos mucho más que hace un siglo y contamos con medios muy superiores para combatir la enfermedad. Y por último, en muchos países la pandemia de gripe española no dejó la huella social que podría haber dejado de no haber coincidido con la Gran Guerra.

En una época en la que las guerras ocurren ya lejos de nuestras fronteras y en una zona geográfica en que no se producen grandes catástrofes naturales, COVID-19 revela un flanco vulnerable de nuestras sociedades. Por primera vez para muchas generaciones de europeos, una amenaza real se cierne sobre nuestro modo de vida. Incluso aunque la letalidad del virus SARS-CoV-2 sea inferior al 1% de los contagiados, se transmite con tal facilidad que puede acabar infectando a millones de personas (las autoridades alemanas barajan cifras del 70% de la población).

Y como sabemos, un porcentaje nada desdeñable de los infectados enferman de gravedad y requieren cuidados intensivos. Por eso, los sistemas de salud se encuentran en riesgo y su eventual insuficiencia puede provocar problemas adicionales y una gran crisis de confianza en el modelo. A lo anterior hay que añadir los efectos económicos que ya se están produciendo y que pueden ser devastadores.

Es difícil evaluar las consecuencias que tendrá un trauma sociosanitario como el que se producirá en sociedades habituadas a la tranquilidad que proporciona el contar con un buen sistema de salud,

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