El reto es formidable, la tormenta perfecta. Pero no me cabe duda de que saldremos reforzados». Santiago Moreno, jefe del departamento de Enfermedades Infecciosas del hospital madrileño Ramón y Cajal, se crece ante las adversidades. Ya lo demostró con la crisis del sida y ahora vuelve a sumergirse en ese pandemónium de planes de contingencia y soluciones imaginativas a las que obliga el covid-19, el mayor desafío sanitario del último siglo después de la gripe española. A menudo la Historia convierte cada obstáculo en un ensayo de lo que está por venir, obligándonos a incorporar mecanismos que con el paso del tiempo pasarán a formar parte de nuestra rutina diaria. Tomen como ejemplo el 11-S, aquellos atentados catárticos en Estados Unidos que sacudieron gobiernos y economías y situaron conceptos como el de la seguridad en primera línea del orden mundial, con las consiguientes repercusiones en la libertad de los ciudadanos y en su esfera privada. Repercusiones hoy tan asumidas como los exhaustivos controles en los aeropuertos.

El horizonte que ha dibujado el coordinador de Alertas y Emergencias del Ministerio de Sanidad, Fernando Simón, y que en el peor de los escenarios se prolongaría hasta julio nos sitúa ante medidas que afectarán a todos los órdenes de la vida diaria, empezando por la sanidad, el trabajo o la educación, y que los expertos ya avanzan que han llegado para quedarse. Herramientas como el teletrabajo, las enseñanzas ‘online’ o las videoconferencias en lugar de reuniones físicas, que la actual crisis relanzará indudablemente y que cobran protagonismo en un contexto de confinamiento que busca cerrar puertas a la propagación de la enfermedad. El mundo está cambiando a marchas forzadas y buena prueba de ello es que por primera vez la respuesta ante la amenaza es global, con China como inicial foco de contagio pero liderando la búsqueda de soluciones.

Hasta que esto sea un mal recuerdo, toca anteponer las necesidades de una sanidad que está en primera línea,

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