En 1817, la Real Imprenta de Madrid publicó la Memoria sobre las plantas barrilleras de España, del eminente botánico y médico Mariano Lagasca. Esta obra, doscientos años después, sigue siendo de obligada referencia en lo que respecta a aquellas plantas que, al quemarlas, producen «barrilla»: cenizas ricas en sosa.

Cuenta don Mariano que la invención del jabón probablemente comenzó con un accidente hace miles de años. De acuerdo con una leyenda, la lluvia arrastró la grasa y las cenizas de los frecuentes sacrificios de animales a un río cercano, en donde formaron una espuma con una sorprendente capacidad para limpiar la piel y la ropa. Los elementos esenciales del jabón: la grasa y la ceniza de la leña de ciertas plantas, son una combinación que alteró la historia humana y que, aunque nadie lo podía haber previsto, se convertiría a la larga en una de nuestras defensas más efectivas contra los microbios patógenos.

Las plantas que producen barrilla, las plantas barrilleras, viven en entornos salinos, por lo que anclan sus raíces en suelos ricos en sales, tan ricos que en ocasiones son verdaderas salmueras. El agua salada es nociva para la mayoría de las plantas. Al igual que nos deshidratamos al ingerir sal (lo que rápidamente se manifiesta en el cuarteamiento de las mucosas labiales), también se deshidratan las plantas.

La sal deshidrata a las plantas y les provoca graves problemas metabólicos.

¿Qué hacen las plantas barrilleras para sobrevivir en un suelo que es prácticamente una salmuera? Lo consiguen acumulando osmóticamente más sal (cloruros sódico y potásico) en su interior que en el suelo que las sostiene. Fue en estas plantas donde, en 1807, sir Humphry Davy aisló el sodio por primera vez, y se dice de ellas popularmente que poseen sosa, aunque además del sodio también acumulen potasio.

Los nombres científicos ofrecen una pista: Salsola soda, Salsola kali, Suaeda vera,

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