Al menos en estos tiempos difíciles hay algo por lo que podemos estar de enhorabuena. Todos los titulares reconocen que España está a la cabeza de la lucha mundial para la erradicación de la hepatitis C y que, en 2024, será el segundo país del mundo en atajar la enfermedad, por detrás de Islandia, según un estudio que analiza los planes de acción contra el virus en 45 países. Y en ello, Andalucía tiene mucho que ver. El Gobierno que tuve el honor de presidir hizo que nuestra comunidad fuese, una vez más, pionera en implantar en su sistema sanitario público los últimos tratamientos para combatir esta enfermedad.

Es para estar contentos y orgullosos, pero no debemos olvidar lo duro que fue aquel momento y el pulso que una parte de la industria le hizo a la Administración porque, entonces, en 2015, no había un Gobierno central fuerte que defendiera los intereses de la ciudadanía.

Desde hacía tiempo se preveía la llegada de medicamentos innovadores, eficaces (según los expertos, con un 97 por ciento de efectividad) y con pocos efectos secundarios para el tratamiento de una enfermedad potencialmente mortal como la hepatitis C, y también todo hacía indicar que a un alto precio. El Gobierno que entonces presidía Mariano Rajoy debía estar preparado, y se vio que no era así.

Fue el PSOE quien recogió el testigo de las grandes movilizaciones sociales que a inicios de 2015 solicitaban el tratamiento con los nuevos fármacos y llevó al Congreso una propuesta para aprobar un plan nacional frente a la hepatitis C.

Al mismo tiempo, el Gobierno andaluz tomó la iniciativa y solicitó en el seno del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud el desarrollo de un Plan Estratégico Nacional para el Abordaje de la Hepatitis C, con el consenso de las sociedades científicas, las comunidades autónomas y la participación activa de las organizaciones de pacientes y plataforma de afectados.

Pretendíamos dotarnos de un instrumento que nos permitiera trabajar en la eliminación de la infección a través de su prevención,

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