NSIRU SAIDU solo ha volado una vez en su vida, desde donde vive refugiado en Chad hasta la capital de ese país, Yamena. “Nunca he ido a América ni a otro país”. No tiene coche y su humilde vida es prácticamente de cero emisiones. Pero sufre los estragos de la crisis climática con toda dureza. Asentado en el campo de Dar es Salam junto al lago Chad con su familia, su mujer y 10 de sus 11 hijos, este agricultor y pescador de 41 años procedente de Nigeria, de donde huyó en 2016 de la violencia del grupo terrorista Boko Haram, asegura que ahora su principal problema es otro: “Ya no teníamos seguridad alimentaria y el cambio climático lo ha empeorado”.

Desde su refugio en Chad, Saidu habla despacio al otro lado del teléfono para hacer entender su mensaje: “Sé que algún día mi casa estuvo a unos metros del lago, pero ahora está a casi 30 kilómetros. Estoy seguro de que esto pasó por el cambio climático. Ahora la gente se asienta en las islas que han surgido por la desaparición del agua. Antes no había esas islas”. Este es el relato de la paulatina desaparición del lago Chad, que en 1963 se extendía 26.000 kilómetros cuadrados y hoy no llega a los 1.500 dividido en dos cubetas. Una reducción de algo más del 90%. En la práctica, para este pescador significa “menos peces y minúsculos”. Antes, le han contado a Saidu, había muchos que pesaban kilos.

En la década de los sesenta había 135 especies en el lago y se capturaban unas 200.000 toneladas de pescado al año. La zona era propicia para el pastoreo y la agricultura. Sin embargo, las frecuentes sequías han provocado, además de la desaparición de la lámina de agua y su biodiversidad, la pérdida de pasto para el ganado y la degradación de las tierras para el cultivo. “Ahora hace mucho calor. Antes había más árboles, pero han desaparecido. Cada vez más, esto parece un desierto”, resume Saidu.

Esta tormenta humanitaria perfecta causa que 3,6 millones de habitantes en la ribera del lago Chad estén en situación de inseguridad alimentaria,

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