De repente, silencio.

La UCI, ese lugar en el que absolutamente todo pita, se ha quedado en mute. Ya no hay sonido agudo, rítmico, el de las máquinas que libran una lucha a vida o muerte con la covid. Dos años después de aquel tsunami que fue la primera ola, el virus no es el mismo; las UCI tampoco.

La señora del box 24 se coloca las gafas, se atusa un poco el moño y vuelve la vista al móvil. Está despierta, tranquila, relajada. Nada parece indicar que está ingresada donde nadie querría estarlo: la unidad de cuidados intensivos, estancia en la que solo ingresan los pacientes más graves del hospital Ramón y Cajal.

Caminar por esta zona ahora no tiene nada que ver con hacerlo en abril de 2020, cuando este medio entró por primera vez para contar cómo se vivía la pandemia en el lugar más castigado por el virus. Entonces, la escena dolía porque la gravedad de los pacientes se palpaba: todos estaban intubados, boca abajo, en prono; solo uno de ellos era consciente de lo que pasaba. Y las camas ocupaban hasta los quirófanos. Ahora, solo hay cinco pacientes covid en una unidad de 24 camas (en el pico más alto,

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