Faten Al Osimi empieza el día en la ciudad yemení de Saná a las cinco de la madrugada. Su primera tarea es revisar que los desayunos para las niñas estén listos: pan, queso, huevos duros, atún, fruta y leche. Otras dos personas ya han limpiado la naranjas para evitar el cólera, hervido los huevos y se encargarán de llevarlo todo a las dos escuelas situadas en la capital yemení antes de que empiecen las clases. Esta joven licenciada en Matemáticas empieza entonces su jornada laboral hasta mediodía, y por la tarde acude a su segundo trabajo en el departamento de arte de la universidad. Si no tiene clase, se encarga de comprar y preparar las cajas de alimentos para más de 300 familias que con ello podrán subsistir durante un mes. Con la ayuda de Alí, lo cargan en un pequeño autobús que han acondicionado para llamar la atención lo menos posible y se dirigen a hacer el reparto. Otros días, visita dos campos de refugiados en el norte del país para controlar que se llenan los depósitos de agua que han instalado.

Su vida hubiera sido distinta, pero a esta joven yemení de 32 años la guerra le cambió los planes. A ella, como a millones de personas de este país situado al sur de la península de Arabia, un conflicto muy cruento que va por su quinto año puso en suspense sus vidas y las ha quebrado para siempre. “Después del inicio de la guerra, nuestra vida dio un giro de 180º y empezamos a ver solo sangre. Bombardeaban en todos los sitios y fuimos olvidando todas las cosas divertidas que solíamos hacer antes. Nos bombardeaban sin motivo, cerca de los barrios donde viven muchas familias. Nosotros estábamos en paz, y nos la quitaron”, cuenta Al Osimi.

Si la familia encuentra una vía para que las niñas estén alimentadas, no las casan. Está funcionando” 

Eva Erill, psicóloga

Muy lejano queda ya aquel día, dos meses antes del estallido del conflicto el 26 de marzo 2015,

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