Treinta, los he contado. Sobre mi lavabo, donde coloco todo lo que uso a diario, hay 30 productos cosméticos. De líquido de lentillas a una barra de pintalabios. Desodorante roll-on, colutorio, protector 50 (¡siempre!). Colonia infantil y una pasta de dientes rosa con un monstruo dibujado. El enésimo antifrizz para rizos que no produce los resultados que promete. También un antiarrugas, porque la vida pasa rápido. Sobre todo hoy que estoy tan cansada.
Voy camino de un taller para hacer champú sólido casero en el local de una asociación de voluntariado internacional. PLANAZO. Lo imparte Econciencia Madrid, una iniciativa sin ánimo de lucro que han montado un grupo de amigos veinteañeros que emplea su tiempo libre en sensibilizar sobre el consumo excesivo de plásticos de un solo uso (les financia la Comisión Europea). A su edad yo sensibilizaba solo en los bares. No tengo el día para que me den lecciones, pero tras una semana agotada por la yincana antiplásticos en la que me he metido, quiero ver cómo lo lleva un militante de la causa.
Sara y Adela Valentín, hermanas veganas de Madrid, no se consideran activistas. “Buf, es una palabra muy grande”, resoplan. Opinan que activista es el que se planta en una lancha entre un pesquero y una ballena, o el que monta un pollo (ellas dicen “acción directa”) ante un hipermercado. A mí me parece igual de heroico dedicar tus tardes juveniles a concienciar sobre el planeta en centros vecinales a los pocos que acudan porque es gratis.
El taller ha tenido antes una parte teórica que menos mal que me he saltado porque me aburren las retahílas de datos sobre las toneladas de plástico que generamos los humanos. Me basta con ver mi tocador para imaginármelo, la verdad. “Es normal, nosotras las toneladas las traducimos a ‘elefantes’ para que se entienda, y proponemos imágenes más cercanas, por ejemplo, que alguien esté una semana sin tirar la basura o un mes sin reciclar, para que vea cuántos residuos genera, eso impresiona más que cualquier charla”,