En 1939, cuando millones de adultos se preparaban para matarse unos a otros en la Segunda Guerra Mundial, Stewart Adams era un adolescente desorientado. A sus 16 años, había decidido tirar la toalla y abandonar los estudios. Era un hijo de la clase obrera. Su padre, maquinista de trenes, tenía problemas de visión y había sido degradado a un empleo menos cualificado en la localidad de March, un centro ferroviario en el este de Inglaterra. Nada hacía presagiar que aquel joven aturdido iba a aliviar el sufrimiento de miles de millones de personas.

Stewart Adams consiguió su primer trabajo gracias al enchufe de un amigo de la familia. Todavía barbilampiño empezó a trabajar como aprendiz en Boots, una cadena local de farmacias. Un adolescente sin aparente vocación para el estudio no parecía el mejor fichaje para la empresa, pero Adams acabó estudiando Farmacia en sus ratos libres, se doctoró casi con 30 años y en 1953 recibió la misión de encontrar un antiinflamatorio oral más eficaz y seguro que la aspirina. En 1969, tres décadas después de entrar como aprendiz, llevó a las farmacias el ibuprofeno. Aquel muchacho fue uno de los mejores fichajes de la historia. En la actualidad, las tiendas Boots venden una caja de ibuprofeno cada 2,92 segundos.

Adams entró de adolescente como aprendiz en una botica y acabó estudiando Farmacia en sus ratos libres

Adams murió el pasado 30 de enero a los 95 años, según ha informado la que fue su empresa durante la mitad de su vida. Era, subrayan, “un héroe anónimo”. Hoy, el ibuprofeno se utiliza para el tratamiento de casi cualquier dolor leve o moderado, desde una migraña a una caries, pasando por una menstruación dolorosa o un proceso postoperatorio. Antes de Adams, este comodín no existía. Es difícil encontrar a personas que hayan aliviado tanto el sufrimiento de la humanidad.

La búsqueda de una superaspirina fue épica, según relata el farmacólogo australiano Kim Rainsford en su libro Ibuprofeno (editorial Wiley-Blackwell, 2015). En 1941,

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