El suicidio anunciado de María José Carrasco nos ha sobrecogido estos días. El lado humano de una relación de amor no romántico (ese que tanto daño hace) sino de cuidado, de ese que se mantiene en el tiempo no por lo que compartían, que era mucho, sino, como diría Benjamín Prado, por aquello por lo que luchan juntos, nos ha dejado sin palabras. La generosidad de Ángel nos ha conmovido. No solo se ha prestado a dar el último apoyo a su compañera, con una conducta de cooperación al suicidio (que no de ejecución del mismo, pues fue ella la que bebió siendo consciente de lo que hacía), sino que lo ha hecho con un carácter de reivindicación que los dos tenían planeado, para que nadie más sufriera, en lo físico y en lo emocional, lo que ellos estaban padeciendo.

En esta tesitura, lo primero que sorprende es el modo de detener a Ángel. No hay ninguna norma que exija que se espose a un detenido. Es más, la Instrucción de la Fiscalía General del Estado 3/2009 sobre el control de la forma en que ha de practicarse la detención establece, claramente, en atención a lo dispuesto en la LeCrim (art. 520.1.), que la detención se llevará acabo de la manera que menos perjudique a la “persona en su reputación, honor, intimidad e imagen”, para lo que recuerda, que no debe aparecer esposado en los medios. Y esto no se cumple con el mero ofrecer tapar los grilletes para que solo se intuyan. Hay que atender a la proporcionalidad y a la necesidad de la medida. Un ciudadano que se entrega, que no ejerce oposición a la detención y que no genera dudas respecto a su fuga, no debe ser esposado.

Tampoco cumple el criterio de proporcionalidad el hecho de pasar una noche en el calabozo esperando ser puesto a disposición judicial, y menos en una situación humana como la que estaba viviendo Ángel, de duelo por la muerte de su esposa. Según nuestra Constitución y nuestra norma procesal penal,

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