En un librito fundamental titulado La enfermedad y sus metáforas, Susan Sontag (víctima de tres cánceres desde su juventud, lo que le obligó a convivir con el dolor físico y la extenuación toda su vida) escribió contra la idea del cáncer como una lucha. No solo no existe tal lucha, decía, sino que es cruel e injusto para con los enfermos exigirles que sean animosos y sonrían. El mensaje perverso que se transmite es que el paciente es responsable de su enfermedad y, en última instancia, si muere, se debe a que no ha hecho lo suficiente por curarse. La creencia irracional en que el optimismo influye en la curación -a menudo, promovida por los propios profesionales de la sanidad- alimenta a esa bestia que silencia y humilla a miles de enfermos que bastante tienen con no maldecir demasiado su perra suerte.

Viene esto a cuento de la entrevista que Albert Espinosa concedió esta semana en El hormiguero y que se ha hecho viral en las redes. No tengo la menor objeción a la expresión pública del dolor, pues mi propia literatura es un ejemplo de lo que algunos pacatos llaman “pornografía emocional”. Lo que me incomoda es que esa entrevista parece la última puesta en escena de todos esos prejuicios y metáforas sobre la enfermedad de las que escribía Sontag: la idea de que quienes han sufrido mucho en la vida alcanzan una especie de santidad que consuela a todos. Esa fe cristiana en que el dolor purifica y enseña, cuando el dolor solo es eso, dolor.

Yo defiendo a menudo que el sufrimiento me ha hecho peor persona. Más egoísta, menos paciente con las cuitas ajenas, peor amigo. Echar sobre las espaldas de quienes han superado un gran trauma la responsabilidad de que nos iluminen y salven es injusta y despiadada, y promoverla como se promueve, una frivolidad insoportable.

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