Una aceitosa patata frita pringada en una salsa rosácea que coge con dos dedos de un envase de porexpan es lo primero que muestra Beauty Mteu tras aguardar cuatro horas de cola para recibir su medicación contra el VIH. Como ella, hasta 300 enfermos al día acuden desde la seis de la mañana al centro sanitario público South Clinic de Diepsloot, en un suburbio del norte de Johannesburgo cuyo nombre en afrikáans significa zanja profunda. Esperan recoger el tratamiento contra esta infección que en Sudáfrica se extiende entre las venas de alrededor de 7,1 millones de personas y sitúa al país como el que tiene más incidencia del virus, el 19% de entre la población mundial afectada, según los datos de Onusida. “Estas patatas son lo que puedo comprar aquí, porque tengo que comer bien para tomar las pastillas, pero este aceite no me conviene, además son carísimas”, se queja entre otros pacientes que pasan casi un día entero en un bordillo con mantitas para el frío o sus hijos más pequeños a la espalda para recibir el antirretroviral, al que accede gratis un 56% del país.

“Y después el doctor ni te escucha. Me gustaría contarle mis problemas físicos y emocionales, mis dolores, pero solo te dan las pastillas para un mes, sin ni siquiera tocarte, y ya entra el siguiente paciente”, asegura Mteu a sus 36 años, que cuenta que se sentía deprimida por problemas con su marido y que hace un mes intentó suicidarse. Pero lo que Beauty aún no sabe es que hoy no habrá doctor para escucharla. “Hoy no viene el médico, acude dos veces en semana. Hoy son tres enfermeras las que reparten la medicación. Es un desafío para nosotros que haya más doctores y poder dedicar más tiempo por consulta, pero gestionamos muchísima cantidad de gente”, señala Scero Shedi, el director de centros de la región en la que se ubica esta clínica.

“Si no tienen tiempo para atender ni siquiera los problemas físicos de los pacientes, menos hay para los mentales”, concluye la doctora e investigadora sudafricana Ruth Passchier,

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