“¡Avances! ¡1, 2, 3!”. Las máquinas tragaperras llevan 40 años movilizando a la parroquia de los bares españoles. Es difícil abstraerse de la matraca con voz metálica que se cuela sobre las conversaciones y el trajín de vasos y cucharas. Difícil desoír la llamada de la ludopatía. Durante décadas estas máquinas han sido un elemento castizo de la cultura popular, normalizando el juego como parte del ocio. Pero ahora están en entredicho. Valencia es pionera en su regulación. El Gobierno regional (socialistas, Compromís y Podem) ha pactado fijar una distancia de 850 metros entre bares donde haya tragaperras y centros educativos, sanitarios y recintos deportivos. Podem también pidió eliminar las máquinas de los bares en un plazo de 10 años, limitando las licencias, pero esta enmienda a la Ley del juego ha sido suavizada con una moratoria de cuatro años.

Hay quien celebra la restricción. Carlos estuvo años alimentando las tragaperras de su ruta entre Oliva y Valencia hasta que el 21 de febrero de 1991 decidió empotrar el coche contra un camión. “En el último segundo pegué un volantazo y lo evité”, rememora este mensajero jubilado de 75 años, que pensó en el suicidio como salida a una vida ingobernable. “Estaba tan obsesionado con las tragaperras que un día, cenando en un restaurante con mi mujer, me levanté para ir al baño y en lugar de eso me puse a jugar”.

Como casi todas las adicciones, la suya fue antes un hábito social. Tiraba unas pesetas con los amigos tras la partida de chinchón o echaba las vueltas del almuerzo, pero un premio gordo le trastocó. “Enseguida caí en el vicio. Las primeras mil pesetas [seis euros] del día eran para el carajillo y la máquina. Mientras mi mujer trabajaba yo jugaba; un día el director del banco llamó a casa y le dijo que debíamos 300.000 pesetas [1.800 euros]. Ahí se descubrió todo el pastel”, recuerda. Tras tapar el boquete —con dinero de su mujer y su madre— recuperó su vida gracias a las terapias de Jugadores Anónimos.

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