El oído no es completamente objetivo, ni tampoco independiente. Cada vez que conversamos con alguien cara a cara –o a través de Zoom–, además de sus palabras nos llegan sus movimientos corporales, sus gestos. Y tienen tanta importancia que pueden hacer que escuchemos algo distinto a lo que nos han dicho.

Después de todo, la comunicación es una realidad compleja. El extraordinario desarrollo neurológico de nuestra especie (y particularmente de su corteza prefrontal) nos ha permitido transformar realidades perecederas en símbolos abstractos y duraderos, susceptibles de ser transmitidos a los demás mediante la escritura y el habla.

Tan valioso recurso no solo ha facilitado la expresión de ideas o necesidades inmediatas: también ha dotado de inmortalidad a los hechos del mundo, más allá del inevitable ocaso de quienes poblamos temporalmente la tierra. De hecho, la aparición de la escritura se considera la línea divisoria entre la historia y la prehistoria. Gracias a ella es posible salvaguardar culturas remotas, y mantener el conocimiento acumulado de generación en generación.

Pese a la enorme ventaja evolutiva que representa el lenguaje en todas sus formas, pocas veces reparamos en lo maravilloso que es poder hacer uso de él. En este artículo abordaremos un recentísimo avance científico al respecto, pero primero deberemos preguntarnos: ¿qué ocurre realmente cuando hablamos con alguien?

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