Hace un mes, lo primero que hacía la población china nada más despertar era encender el teléfono móvil y abrir con el corazón encogido alguna de las páginas web en las que, a las seis de la mañana, se actualizan las estadísticas de infectados y fallecidos por el coronavirus Covid-19. Durante varias semanas, y al igual que sucede ahora en países tan distantes como Corea del Sur, Irán o Italia, la progresión de esas cifras fue exponencial. Los casos pasaron de ser decenas a cientos, y luego a miles y decenas de miles. Ahora, sin embargo, con casi 80.000 infecciones confirmadas, esos datos matinales provocan un suspiro de alivio colectivo.

Desde hace ya dos semanas, las nuevas infecciones registradas fuera de Hubei, epicentro de la epidemia, son cada vez menos. Este martes fueron solo 523, una cifra muy por debajo de las 3.000 que se añadían a diario hace dos semanas. Y lo mismo sucede a menudo con el número de víctimas mortales: este martes fueron 71, menos de la mitad de las 150 personas que murieron el lunes. Según afirmó en Pekín Bruce Aylward, uno de los epidemiólogos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) que han podido visitar la ciudad de Wuhan, en la que se detectaron las primeras infecciones, estos datos refrendan las drásticas medidas tomadas por el gigante asiático, que «ha logrado resultados muy positivos en la reducción del contagio entre seres humanos».

Aunque las Autoridades advierten de que es demasiado temprano para bajar la guardia y recuerdan a los ciudadanos de que no deben despojarse de sus mascarillas, lo cierto es que las restricciones a los movimientos comienzan a relajarse. En primer lugar, porque la segunda potencia mundial necesita reanudar la actividad económica, y para ello necesita a los 400 millones de migrantes rurales que engrasan la fábrica del mundo. Y, en segundo lugar, porque la población en cuarentena -casi 60 millones de personas- comienza a acusar este prolongado encierro.

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