Poca atención han merecido las declaraciones del consejero andaluz de Salud y Familia, Jesús Aguirre, a propósito del aborto, perpetradas a finales de la semana pasada. El consejero despachó sumariamente la actitud de las mujeres que deciden abortar con un sandunguero “lo fácil es llegar y el chupetón” (véase el gracejo consejeril para describir una operación traumática por sus consecuencias físicas y anímicas), invocó el derecho de los “no nacidos” en perfecta conexión con las ocurrencias triviales y ofensivas de su correligionaria política Isabel Díaz Ayuso y se permitió un emotivo fin de fiesta en tono disneyano: recomendó que a la mujer confundida que acude a abortar “se le ponga el Sonicaid” para que escuche el latido del feto, fruto de sus entrañas.

Jesús Aguirre, político del PP, cobra por un cargo en la Junta de Andalucía en virtud del cual cabe exigirle una competencia técnica de la que, según intervenciones públicas previas hay que dudar, y una sensibilidad política para entender cuál es el momento social en el que vive. Pero Aguirre exhibió el perfil político común, clónico, que suelen presentar los cargos de las administraciones gobernadas por la derecha flamígera, devota de Cayetano Rivera, Bertín Osborne y Pío Moa. Esa aproximación zafia a cualquier problema, por complejo que resulte, esa caricatura de perra gorda (¡el chupetón!), indicio de largas tardes de bullanga tabernaria con los colegas con chistes de Arévalo o Marianico el Corto, esa viscosa utilización de los recursos públicos para adoctrinar o disuadir a las mujeres, sitúan al consejero en la órbita de Torrente, el pasma del antiguo régimen manufacturado por Santiago Segura.

La desdichada exhibición del consejero Aguirre es una oportunidad tan buena como otra cualquiera para preguntarse quién elige a los cargos de las administraciones del Estado y qué pruebas tienen que pasar antes de entregarles una responsabilidad que, mal utilizada, es tan peligrosa como un arma cargada. Supuesta la capacidad profesional, todo cargo de libre designación (el amiguete del partido, vamos) debería ser sometido al mismo test que tienen que pasar los propietarios de perros peligrosos.

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