Número dos por Madrid. El regreso de Adolfo Suárez Illana (Madrid, 1964) a la política consolida o sacraliza su trayectoria subordinada. Porque ha estado subordinado a la figura totémica de su padre, Adolfo Suárez González. Y porque Pablo Casado, su número uno, lo incorpora ahora a la lista de Madrid no tanto por su eventual cualificación parlamentaria como por la superstición del linaje y del apellido.

Se trata de invocar el espíritu de la Transición, de enfatizar una figura moderada. Y de promover el credo constitucionalista en el mismo espacio donde lo ofició Adolfo Suárez I. El apellido pesa en el hemiciclo porque el líder de UCD lo desempeñó hasta 1991. Porque inauguró la bancada azul de la democracia. Y porque significó la resistencia al golpe de Estado de 1981.

Tenía Suárez Illana entonces 17 años. Y ya militaba en las juventudes de UCD, pero no puede decirse que su adolescencia entre La Moncloa y el colegio Retamar fuera equivalente a la de cualquier otro compañero o coetáneo. Hubiera preferido dedicarse a la tauromaquia, tal como hace siempre que puede en los tentaderos y faenas de campo, pero el carisma y la telegenia del padre sobrentendían la inauguración de una dinastía ibérica. Los Suárez iban a ser nuestros Kennedy, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la desdicha, la pulsión creativa de la política y la pulsión destructiva del cáncer. “Ser un Suárez y no tener cáncer”, bromeaba hace cinco años el propio Adolfo II, “es como un huevo sin sal”.

Suárez Illana superó el que le diagnosticaron en 2014, igual que lo han remontado sus hermanas Sonsoles y Laura, pero no tuvieron la misma suerte ni su madre, Amparo, ni la niña preferida de papá, Mariam, heredera del ducado con que el rey Juan Carlos quiso otorgar al apellido Suárez el rango aristocrático que la familia ya se había granjeado en las revistas del corazón.

Sobrio, contenido, lacónico, distinguido, Suárez Illana, abogado de profesión,

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