EL DÍA COMIENZA con la ciudad de Amán a oscuras, cuando la llamada al rezo reverbera como el viento por las colinas. El padre entra en la habitación de los hijos, enciende la luz y les toca una pierna, y les dice buenos días, y los bultos se mueven bajo las mantas. Los dos hermanos se desperezan, se ponen en pie y hacen la cama. Saltan al suelo y pisan con sus pies desnudos sobre la moqueta de color rosa con dibujos de Angry Birds. En el baño, ante la luz verdosa del fluorescente, abren el grifo y comienzan las abluciones. Zakaria, que es el mayor y tiene siete años, lava sus manos, luego la boca, la nariz, los brazos, la cara, el pelo, las orejas. Después frota con agua el pie derecho y a continuación el izquierdo. Hamza, de seis, repite el ritual, y el padre los observa. Luego van al salón y los tres miran la esquina donde confluyen el sofá y las cortinas. El padre permite a Zakaria empezar la oración y su letanía se mezcla con el zumbido de los primeros coches, con una bandada de palomas que alza el vuelo, con el tictac del reloj. Se postran e inclinan la cabeza hasta la alfombra. Luego se oye el lloro de un bebé: es Shams, la menor de los tres hermanos, que acaba de despertarse.

Tras el rezo, Zakaria coge un dátil del plato y lo engulle de golpe. Es nervioso, de ojos vivos y expresivos. Lleva el pelo afeitado hasta la mitad del cráneo y coronado por una mata castaña muy repeinada. Hamza es casi igual, algo más retraído. Aparece la bebé Shams y también la madre, una mujer menuda oculta bajo una túnica negra y un niqab que solo permite ver la franja de sus ojos. El atuendo contrasta con sus zapatillas de casa: dos infantiles bolas de pelo blancas, con ojos y bigotes. Son poco más de las seis de la mañana y los niños regresan a la cama. Les dejan dormir algo más antes de empezar la jornada.

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