Desde que emigré al País Vasco, todos mis amigos me preguntan: “¿Todo bien? ¿No te aburres?”, mientras me miran con inquietud, como si me hubiera mudado a lo más profundo de un bosque oscuro. En Francia, los parisinos inventaron esta palabra deprimente, la provincia, para designar todo lo que existe fuera de la capital. Afortunadamente para vosotros, España no está tan centralizada como mi país. En el fondo, el parisino tiene miedo de haberse equivocado de vida. ¿Qué? ¿Vivir encerrado en edificios, respirando un aire viciado y desplazarse mañana y tarde en un tren subterráneo no es el paraíso?

Basta con que uno de ellos se dé a la fuga para que la duda esté sembrada. Uno no se marcha impunemente; hay a la fuerza un precio que pagar. Esta conducta extraña se parece a la del preso de larga duración que desaconseja a su compañero de celda intentar una evasión. Llevar mucho tiempo confinado acaba por volverte alérgico a la libertad. La angustia del urbanita ante su compatriota liberado de la ciudad traiciona una envidia entremezclada de resignación. Lo sé porque durante mucho tiempo he dicho lo mismo: “¡Qué coñazo es la naturaleza!”. Hasta el día que abandoné la ciudad. La garganta dejó de picarme. Pude por fin dormir sin tomar pastillas. Descubrí las estaciones, la importancia de las nubes, las diferencias lumínicas, el auténtico sabor de la fruta fresca.

Y entonces miento, les digo que la vida en el campo es violenta, que se siente más la fragilidad del hombre frente a los elementos

A los urbanitas a los que les da miedo aburrirse en el campo me dan ganas de responderles que el mar es una película en cinemascope, que cada arcoíris es una victoria sobre la muerte. Pero me callo porque hay que guardar el secreto. Y entonces miento, les digo que la vida en el campo es violenta, que se siente más la fragilidad del hombre frente a los elementos: “Sí, sí, sobre todo no me imites nunca,

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