Creo que aprendí a ser padre, con más o menos gracia, el día en el supe que nacería mi hijo mayor. Desde entonces, como el cole, cada día es una lección que a veces cala natural y llevadera, y otras no tanto. Junto a él, me fui acercando a la que quizás sea la más importante del temario, aquella que me recuerda que la vida de mi hijo es de mi hijo y que sus sueños, sus anhelos y su futuro, son enteramente suyos, como suya ha de ser la forma de entenderlos y vivirlos.

Tardé poco en experimentar que las heridas duelen más cuando sangran en el cuerpo de tu hijo, y que, gracias a Dios, nada sana tanto como una tirita de superhéroes y un abrazo largo.

Con mi segunda hija, accedí a ámbitos del conocimiento de primer nivel; como la negociación permanente, la gestión de los conflictos entre iguales, o la deslocalización de tu espacio de confort en el hogar, y llegué a la conclusión de que el mejor máster para ser Director de Recursos Humanos, es ser padre.

De aquellos primeros años, recuerdo como mágica la asignatura de “ser Superman” y desde entonces me cuido un poquito más para que dure y dure.

Y un buen día nació la tercera, y yo ya sabía mucho.

Por eso, la primera vez que me preguntaron, como con mucho ‘cuidadito’, por lo que suponía ser padre de una pequeña con Síndrome de Down, comencé a pensar…

Pensé y pensé, y al final de mi pensamiento entendí que, con pequeños matices, todo es igual porque todo es diferente como diferentes entre ellos fueron mis dos primeros hijos.

Ramón y su hija Emilie.Ramón y su hija Emilie.

No es lo mismo ser padre de un niño que serlo de dos o tres. No es lo mismo ser padre de un varoncito que serlo de una niña, y por supuesto, marca muchas diferencias, la edad a la que “titulas” como padre,

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