Desde que el coronavirus SARS-CoV-2 ha irrumpido en nuestras vidas, la actividad humana se ha puesto patas arriba. Vivimos una situación de confinamiento que está teniendo un gran calado en el devenir diario. Incluso se empieza a ver afectado cómo dormimos.

¿Para qué dormimos?

El sueño es una conducta caracterizada por la suspensión de la conciencia en la que el encéfalo presenta un patrón de activación característico y tienen lugar una serie de cambios fisiológicos en nuestro cuerpo. Se caracteriza por una necesidad imperiosa y apremiante de dormir de la que no nos podemos escapar. No importa lo que nos esforcemos por intentar permanecer despiertos: al final caeremos en los brazos de Morfeo.

A pesar de que el sueño existe en todos los mamíferos y, probablemente, en todos los vertebrados, desconocemos a ciencia cierta todas sus funciones. Sí sabemos que nos ayuda a reponer los niveles de glucógeno (nuestra principal reserva de energía) cerebral. Asimismo, el sueño nos ayuda a regular el metabolismo de nuestro cuerpo, a nuestro sistema de defensa a luchar contra las infecciones o incluso a limpiar la basura metabólica producida por las neuronas durante las horas de vigilia.

Por otra parte, el sueño resulta crítico para la maduración cerebral producida durante el desarrollo, y también es de vertebral importancia para la adecuada función cognitiva en la vida adulta. En este sentido, las conexiones entre las neuronas, inducidas por las experiencias que acaecen en vigilia, se consolidan mientras dormimos.

Marcando el tic-tac

Los seres humanos ajustamos nuestra fisiología y nuestra conducta a un ciclo de 24 horas de duración. Esto es, seguimos lo que se denomina un ritmo circadiano. Para ello disponemos de un reloj interno integrado en nuestros genes y de una serie de señales de nuestro entorno que nos informan del momento del día en el que nos encontramos (entre ellas, la luz solar).

De ajustar y sincronizar la información externa con el reloj biológico endógeno se ocupa el núcleo supraquiasmático,

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