La historia de los coronavirus como agentes patógenos en humanos se remonta a mediados de los años 60 cuando se aislaron por primera vez a partir de muestras obtenidas del tracto respiratorio de adultos con síntomas de resfriado común.

Estos virus, que pertenecen a la Subfamilia Orthoviridae dentro de la Familia Coronaviridae del Orden Nidovirales, deben su nombre al hecho de tener una forma esférica de la que sobresalen unas espículas que les dan la apariencia de una corona (por semejanza a la corona solar).

Su genoma es de RNA (27-34 kilobases) de cadena sencilla y polaridad positiva, lo que quiere decir que su RNA puede ser traducido directamente por los ribosomas de la célula infectada.

Ya en los primeros estudios se demostró que estos virus son ‘sensibles al éter’, por lo que se sugirió que presentan una envuelta lipídica.

Esta envuelta, posteriormente confirmada, está compuesta por una bicapa lipídica en la que se encuentran embebidas las proteínas estructurales S (espícula), responsable de la apariencia en forma de corona y del reconocimiento de los receptores en la célula diana; M (glicoproteína de membrana), la más abundante de las proteínas estructurales de la superficie del virus y que define la forma de la envuelta lipídica así como el ensamblaje de las partículas virales; y E (envuelta), una pequeña proteína implicada en varios procesos del ciclo viral (Figura 1).

Esta envuelta lipídica representa uno de los puntos débiles del virus y sobre el que más fácilmente podemos actuar para impedir la transmisión.

Dado que los coronavirus afectan al aparato respiratorio, la transmisión se produce por contacto directo con las secreciones respiratorias que se generan con la tos o el estornudo de una persona enferma si entran en contacto con los ojos, nariz o boca de un individuo no infectado.

A nivel molecular, el jabón desorganiza la bicapa lipídica y solubiliza (extrae) las proteínas de la envuelta lipídica,

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