La escritora, feminista y primera mujer en asistir a una universidad española Concepción Arenal expresó en el siglo XIX que “el llanto es a veces el modo de expresar las cosas que no pueden decirse con palabras”. La ciencia, de alguna manera, coincide con ella al considerar que llorar es una respuesta fisiológica totalmente natural al procesamiento de emociones que nos producen un fuerte impacto mental como la tristeza o la frustración.
Las lágrimas son uno de los mejores mecanismos de defensa del ser humano para liberar estrés y ayudar a equilibrar las emociones. La tristeza, por ejemplo, provoca que el cerebro acumule mucha tensión y para eliminar esa ansiedad, el organismo se vale de las lágrimas, un mecanismo que le proporciona el alivio.
Comprobado está también científicamente que tras el lloro se segregan endorfinas que hacen que nos sintamos mejor y mucho más relajados, por ello los expertos recomienda nos reprimir esta necesidad. Por otro lado, las lágrimas emocionales poseen algunas hormonas, como la leucina encefálica, que actúa como un calmante natural producido por nuestro propio cuerpo.
Podría decirse, por tanto, que llorar es, hasta cierto punto, completamente natural y totalmente sano. Pero, ¿qué ocurre cuando una persona no puede reprimir las ganas de llorar o cuando tiene ganas de llorar por todo y no sabe por qué?