Estoy preocupada por mi línea. La editorial también, digo. Últimamente, estoy flojísima de remos y de principios. Solo en los primeros días del año he hecho dos cosas que jamás pensé que haría en la vida. Me he descargado una app de VTC en el móvil y he suscrito un seguro de salud privado. Lo primero, cabreada por la huelga de taxistas y sus daños colaterales en mis rutinas: yo, que he hecho todos los paros de mi gremio y he puesto de insolidarios para arriba a esquiroles y boicoteadores de los mismos. La segunda, cabreada con la sanidad pública y sus esperas: yo, que he puesto a parir a colegas pijoprogresque predican la excelencia de lo público al tiempo que me llaman tacaña por aguardar semanas por un análisis pudiendo costearme uno de pago.

Bien: hasta aquí hemos llegado. Hasta hoy me había resistido por razones de corazón y conciencia. Si defiendo la calidad de la sanidad pública, estoy traicionándola yéndome a la privada. Si defiendo los derechos de los trabajadores, estoy traicionándolos boicoteando sus huelgas. Pero al final una mira por su pellejo. Igual es una cuestión de años. Que con las décadas una se hace comodona para buses y metros, y empieza a estar en edad de riesgo para casi todo, es una evidencia. Que te manden una consulta con un especialista para siete meses, y que te dejen tirada en un aeropuerto con tres maletas, son gotas que colman vasos. En esas me debatía cuando leí en este diario que cada vez más defensores de la sanidad pública —y del servicio público de taxi— están haciendo lo mismo. O sea, que no soy la única. Que no me he vuelto individualista, neoliberal e insolidaria de repente. Que lo que queremos es un servicio de calidad y, ante su deterioro, buscamos alternativas. En mi descargo diré que no he usado ni el seguro ni la app de marras. Solo ver el icono me da tan mala conciencia que me funciona como placebo. Quien me entienda que me lea.

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