Afo tiene 11 años y hasta hace poco no sabía que está embarazada. Salió de Costa de Marfil en compañía de su madre, para quien el viaje se acabó en Libia, cuando fue violada y asesinada ante los ojos de su hija. La pequeña intentó denunciar a los responsables del crimen, los mismos que estaban encargados de velar por su seguridad en el centro de detención en el que se encontraban. El precio a pagar fue la violación. Y, una vez llegada a Italia, los médicos le dijeron que iba a dar a luz un niño. Entre enero y octubre de este año, alcanzaron las costas italianas más de 3.300 menores no acompañados, pero no existen datos precisos sobre el número de chicas que llegaron embarazadas. Acceder al aborto para ellas, en su mayoría víctimas de abusos y trata durante el viaje, no siempre es un proceso ágil.

La doctora Ornella Dino atiende casos como el de Afo (nombre ficticio) desde 2004, mucho antes de que empezara lo que los medios bautizarían una década más tarde como emergencia de llegadas. Trabaja en un centro de salud pública de Palermo que ofrece asistencia a las personas migrantes, dispongan o no de papeles. “Por lo menos hasta que Salvini [el ministro de Interior italiano] cambie de idea”, matiza. El Gobierno liderado por Conte, de hecho, ha adoptado recientemente disposiciones que incluyen la abolición de la protección humanitaria y restricciones en el sistema de acogida. A partir de 2019, por ejemplo, las administraciones regionales podrán gastar como quieran los más de 30 millones de euros hasta ahora destinados a la asistencia sanitaria para migrantes.

“Ya en 2004 nos dimos cuenta de que la primera razón para acudir a nuestro centro de salud eran problemas ginecológicos”, explica Dino. “Recibimos muchas peticiones de aborto, pero a veces llegaban demasiado tarde”. La ley italiana fija como plazo para la interrupción voluntaria los primeros 90 días de embarazo. Después solo se autoriza por razones terapéuticas o si existe riesgo para la salud física y mental de la madre.

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