La humanidad ya se ha enfrentado a pandemias como la actual e incluso más devastadora. Un ejemplo es la gripe de 1918, conocida como gripe española. Se inició en campamentos de tropas de Estados Unidos que fueron trasladadas al viejo continente, donde extendieron la enfermedad.

La Europa en guerra escondió el devastador efecto de la epidemia para no darle bazas al enemigo. Los estados evitaban referirse a ella. La llamaban gripe española porque España, no involucrada en la guerra, era el único país donde no se censuraba la información sobre la enfermedad.

Este caso del pasado anticipa una de las características de la actual pandemia de COVID-19: el movimiento de personas entre países favorece su propagación.

En fechas recientes se han producido varias epidemias, algunas muy graves, como la Gripe de Hong Kong, que mató en 1968 a entre 1 millón y 4 millones de personas.

Incluso en pleno siglo XXI persisten varias epidemias activas, como la malaria que causó en 2017 unas 435 000 muertes, la mayoría (266 000) niños menores de 5 años. Aunque puede que no hayamos sido muy conscientes de su repercusión, pues ha afectado fundamentalmente al tercer mundo.

Crónica de una pandemia anunciada

Estamos ante una pandemia que se veía venir desde hace años, pero pensábamos que era cosa de películas. Es la primera que se transmite en tiempo real. El movimiento de personas entre países, más intenso que nunca en la historia, contribuye a la propagación del coronavirus SARS-CoV-2.

China, origen del brote, ha sufrido grandes epidemias no hace tantos años. Pero no era la potencia que es ahora. La dependencia de otros países de esta gran fábrica global se ha puesto en evidencia.

Hace unos años se hubiese asumido esta pandemia como una de las desgracias que periódicamente ocurren en el planeta. Sin embargo, el mundo ha cambiado. Somos más sensibles a las desgracias (menos resilientes),

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