Una persona rubia y pálida como yo, una vez, creyó que al fin se había bronceado. Le costó cuatro meses de esfuerzo durante los que dedicó sus vacaciones y las horas libres de la reducción de jornada solo a ponerse moreno. Se tumbaba en la piscina junto a esa gente que sabe ponerse morena en el punto exacto donde cae el agujero de la capa de ozono, masticaba zanahoria entre cigarros y caminaba de cara al cielo cuando iba por la calle, recibiendo la lluvia dorada del sol municipal de agosto.

Esta persona se esforzó en quemarse la piel poco a poco para que la noche convirtiera el dolor en bronceado. Esperó y creyó conseguirlo. Pero cuando volvió a la oficina en septiembre y le preguntaron dónde había estado, le pidieron explicaciones, le exigieron su morenito. No lo había conseguido. Aprendió que hay gente a la que nunca le llega el morenito. Y que en ocasiones hay que dejar de esperarlo y de exigirlo.

La leyenda del sol

Según un estudio de CantabriaLabs, el 62% de los jóvenes de entre 18 y 25 años asocia bronceado y belleza, pero solo el 14% cree que estar moreno es indicio de buena salud.

Y recuerda, la sensatez manda: la protección solar no solo es necesaria en la playa: el fotoenvejecimiento no entiende de vacaciones.

Usted, que es como él y como yo, de piel blanca y cruda, escúcheme: puede no ponerse moreno. Conteste que no puede, que no quiere, que a lo mejor el año que viene, que estuvo moreno desde 2001 hasta 2007 y ahora está en otra etapa. Ellos necesitan explicaciones y usted convencerse de que ni siquiera un poquito de color es necesario.

Sin embargo, toda renuncia implica pérdidas. Y renunciando al bronceado perderemos lo único interesante que tiene: las partes del cuerpo que no se han puesto morenas. El culo blanco, las ingles blancas, las tetas blancas. Cuando alguien inventó el moreno pensó: “Desarrollaré una capa provisional de tiniebla sobre el cuerpo que sirva para enfocar lo interesante”.

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