A media hora de la plaza de Armas de Lima, el corazón de la capital peruana, la calle de Los Hinojos se ha convertido esta semana en lo más parecido a una zona de desastre. Los dueños de negocios y los residentes limpiaban sus fachadas, manchadas por las aguas residuales que treparon hasta metro y medio tras el desborde de un colector. Mientras tratan de sobreponerse a los olores, otros tratan de adecentar en plena acera los muebles que han podido rescatar de la nauseabunda crecida de aguas fecales: sillas, sofás, lavaderos y estantes de salones de belleza. Se lavan las manos con botellas de agua y caminan cargando cubetas que han llenado en uno de los 44 puntos de abastecimiento de emergencia en el distrito.

Desde la madrugada del domingo, cuando se produjo el fallo en el colector —derivado de la rotura de una tubería—, algo más de 1.900 vecinos se han visto afectados en el distrito de San Juan de Lurigancho, al este de Lima. Y a pesar de que los damnificados se concentran en menos de un kilómetro cuadrado, la respuesta de las entidades públicas y privadas ha sido deficiente, según denuncian prácticamente al unísono, en conversación a EL PAÍS. El conducto fue colocado por la constructora brasileña Odebrecht —protagonista de uno de los mayores casos de corrupción de las últimas décadas en América Latina— durante la construcción de la línea 1 de Metro de la capital peruana.

El miedo a un problema sanitario de calado es hoy la principal preocupación en la zona. Pero las consecuencias económicas de la crecida también se empiezan a sentir. “El martes nos dijeron que sacáramos todo [lo que estuvo en contacto con las aguas] para evitar un foco infeccioso. Botamos todo, pasó un Caterpillar [una pala] y se lo llevó. No sabíamos que la aseguradora iría horas después: cuando llegó el ajustador [perito] nos dijo que solo podía reconocer lo que estaba a la vista. ¿No es esa una mala jugada? Estamos muy afectados y nos hacen eso”, describe Rocío García, maestra de escuela, a la puerta de su casa,

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