Habrá que esperar hasta la primavera para conocer los resultados oficiales del programa que, durante dos años, ha llevado a cabo el Gobierno finlandés y que ha concluido esta misma semana: entregar, sin condiciones, 560 euros cada mes a un grupo de 2.000 desempleados elegidos aleatoriamente. Aunque las autoridades finlandesas insisten en que su experimento no encaja en el concepto, para muchos ha sido lo más cercano a explorar una renta básica universal.

Todo apunta a que ni el tiempo ni la muestra ni los recursos dedicados han sido suficientes para ofrecer conclusiones claras. Si acaso, algunos participantes han declarado sentir menos ansiedad, por haber reducido la presión a la hora de buscar trabajo, lo que puede traducirse en un intangible —mayor felicidad— y en menor gasto en sanidad.

Pero no es la primera ni la única prueba de este tipo. Algunas han nacido impulsadas por el deseo de ofrecer nuevas capacidades y motivaciones a la gente en paro, y de favorecer su reintegración en el mercado laboral (Ontario, Groningen). Otras para hacer frente y anticiparse a la imparable marcha de los robots y su inevitable impacto sobre el empleo (de la mano, a menudo, de magnates de Silicon Valley, que quieren limpiar sus conciencias). También a contribuir a luchar contra la pobreza y la desigualdad (Barcelona, Kenia). O incluso para simplificar y mejorar la eficacia de los sistemas de prestaciones (como la propia Finlandia).

Son todas iniciativas que aspiran a identificar soluciones —que no ideas— innovadoras para resolver algunos de los problemas más acuciantes de nuestro tiempo.

En el fondo se trata de tratar de introducir alguna certeza en unas sociedades (occidentales) que abordan el futuro con la inseguridad de los que sienten que el suelo se está moviendo bajo sus pies. Una serie de procesos que ha descrito con agudeza y precisión Esteban Hernández en El fin de la clase media, en Los límites del deseo (sobre la degeneración del capitalismo) y más recientemente en El tiempo pervertido,

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