Para entender lo que aquí pasa hay que saber primero cómo era Shanghái antes del coronavirus. Imaginad el lujo de París, el ajetreo de Londres, el glamur de Nueva York, la hospitalidad de Madrid, todo al alcance de la mano. Shanghái es una de las ciudades más bonitas del mundo y vivir aquí es una aventura apasionante. No es una ilusión: esta ciudad es la ONU, donde convivimos todas las nacionalidades. No hay guetos ni barrios divididos por raza o religión. Aquí todos somos hijos de la misma madre y vestimos como queremos. Eso sí, unos más pobres y otros más ricos, unos con los ojos rasgados y otros con cara de laowais (extranjeros). Hay sitio para todos, todos estamos mezclados, nadie mira a nadie raro, y menos los chinos, que conviven con los extranjeros con total naturalidad. Sales a la calle y de golpe te encuentras con la vida, terrazas, puestos callejeros, miles de restaurantes, gente por las aceras, bailando en los parques, motos, bicicletas, 23 millones de personas, podrían parecer demasiadas, pero se produce la magia y enseguida te unes a esa marea viva que casi te lleva en volandas.
Por eso, la pérdida es tan significativa en estos días. A ver, Shanghái no es Wuhan, en términos de infectados, pero las medidas nos afectan por igual, y cada vez más. Poca gente por las calles, muchos locales cerrados. Sin cines ni museos. Líneas de autobuses cortadas. No hay colegios. La ciudad late ahora más despacio, a medio gas. La epidemia nos ha cogido a traición. Ha impregnado todo de una belleza triste y un desconcierto inesperado. La perla de Oriente, uno de los ombligos del mundo, el espectacular símbolo del nivel de desarrollo y prosperidad de China, está sufriendo en silencio la amenaza de la enfermedad.
Lo de las mascarillas es lo más impactante. Cada vez que me la pongo me cambia la perspectiva. De pronto te ves inmerso en una película de futuro distópico, y miras a todos lados esperando hordas de zombis o tener que poner a prueba tu capacidad de supervivencia.