Un paciente norteamericano de 15 años puede convertirse en el pionero de una clase radicalmente nueva de tratamientos médicos. Como consecuencia de una enfermedad hereditaria —la fibrosis quística— el chaval desarrolló hace unos años una infección por Mycobacterium abscessus que no hubo forma de tratar, ni siquiera con los antibióticos que los servicios de microbiología de los hospitales guardan bajo llave como último recurso frente a los patógenos resistentes. Le sustituyeron sus pulmones dañados por otros sanos de un donor, pero la infección micobacteriana persistió indemne y tenaz, envenenando todo su cuerpo, incluida la cicatriz de la operación. Parecía el momento de tirar la toalla.

Pero Helen Spencer, del hospital londinense de Great Ormond Street, y Graham Hatfull, de la Universidad de Pittsburgh, Pensilvania, prefirieron arriesgarse con un nuevo enfoque. No tan nuevo, en realidad, pero sí arrinconado en el arcén de la autopista biomédica. Se llaman fagos, por abreviatura de bacteriófagos, o virus que comen bacterias. Se posan sobre su víctima con una especificidad asombrosa, les inyectan su material genético y la ponen a trabajar en la producción en masa de nuevas partículas víricas que a su vez infectan a nuevas bacterias en un infierno exponencial. Utilizados con inteligencia científica, los fagos se pueden convertir en armas de destrucción masiva contra las bacterias resistentes a los antibióticos.

Y eso es lo que han hecho Spencer y Hatfull. Buscaron fagos naturales que infectaran a Mycobacterium abscessus, los modificaron para hacerlos más letales y se los administraron al paciente por vía tópica e intravenosa. Tras seis meses de tratamiento, la herida de la operación ha cicatrizado, como muchas otras que amenazaban su vida desde todos los ángulos (Nature Medicine 25, 730). Es solo un caso, pero esta vez la cosa parece ir en serio.

Los fagos se conocen desde hace un siglo, y fue el médico francés Félix d’Hérelle quien les puso el nombre en 1917. Ya entonces era obvio que mataban bacterias, y tanto D’Hérelle como otros investigadores intentaron promoverlos como una estrategia médica contra la peste bubónica y el cólera.

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