Cuando uno acude a una consulta médica y como paciente le pregunta a su médico la posibilidad de que le recete melatonina, la respuesta suele ser casi siempre la misma: «eso solo sirve para conciliar el sueño, aunque mal no le va a hacer». De hecho, la función más conocida de esta neurohormona reside en su capacidad de regular el ciclo de sueño/vigilia.

La melatonina fue aislada en el año 1958 por el equipo del profesor Aaron B. Lerner, de la Universidad de Yale (EE UU), a partir de la glándula pineal de bóvidos. Esta glándula es un órgano endocrino que ha generado gran controversia y especulaciones a lo largo de la historia. Se le consideraba un «tercer ojo» u «órgano místico» por las tradiciones hindúes, e incluso el asiento anatómico del alma humana, según postulaba el filósofo René Descartes.

Pues bien, aunque, inicialmente, el estudio de la melatonina se restringió a esta glándula, pronto comenzó a vislumbrarse que la ubicación de la humilde hormona no se limitaba a la enigmática pineal. Y que su acción tampoco se restringía únicamente al control del ciclo del sueño.

De hecho, a lo largo de los últimos 50 años se han llevado a cabo numerosos estudios por distintos grupos de investigación que han puesto de manifiesto su ubicuidad, estando presente en ovario, timo, retina, médula ósea, linfocitos, tracto gastrointestinal y piel. Esto ya denota las destacadas funciones fisiológicas que desempeña la «hormona de nuestros sueños».

Eficaz frente a patologías diversas

Una ligera aproximación a la literatura científica nos brinda, en este sentido, un gran número de líneas de investigación con resultados muy prometedores acerca de su función biológica. Es el caso del destacado papel que desempeña la melatonina frente a diferentes tipos de cáncer, alteraciones gastrointestinales, cardiovasculares, procesos neurodegenerativos, estado de ánimo, patologías autoinmunes o enfermedades infecciosas, entre muchas otras.

Pero, ¿cómo puede la melatonina mostrarse efectiva frente a patologías tan diversas?

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