No hay un solo rastro de agua. La capa de plásticos es tan espesa que es difícil concluir si el canal está seco o pasa corriente. Hay productos de limpieza, garrafas de aceite, bolsas, botes de champú, botellas de refresco y un sinfín de recipientes más. La montaña de plástico es de tal magnitud que se atora bajo uno de los puentes que cruza este canal, cercano a la presa Mixcoac, en el suroeste de Ciudad de México. Uno de los operarios de la zona cuenta desesperado: “Estuvimos aquí limpiando una semana, regresamos dos días después y estaba de nuevo igual”.

La capital mexicana es un gran cuerpo con venas atascadas de plástico. Los más de 22 millones de habitantes que conviven en ella producen diariamente casi 13.000 toneladas de residuos sólidos, de acuerdo al Inventario de Residuos para 2017, el último publicado. De estas, 123 toneladas son plástico, según Greenpeace. Ahora el Gobierno local les ha declarado la guerra. El Congreso de Ciudad de México aprobó recientemente una norma que obliga a que bolsas, cubiertos, popotes y otros envases de un solo uso sean biodegradables en 2021. Por ahora, es una ley sin dientes. Falta desarrollar el reglamento con un sistema de sanciones si las empresas no cumplen.

La cruzada contra el plástico en la capital tiene dos antecedentes frustrados: la prohibición de bolsas no biodegradables en 2010, que no logró erradicarlas, y la norma sobre separación de residuos de 2017, que pese al aumento del reciclaje, no ha conseguido implementar un sistema de división de basuras eficaz. La directora general de Regulación Ambiental de la capital, Andrée Lilian Guigue, achaca esos fracasos a la falta de coordinación con el sector, una gigantesca industria que mueve 30.000 millones de dólares y hace de México el décimo mayor productor mundial, según cifras de la Asociación Nacional de Industrias de Plástico. “Las medidas se han de consensuar antes con la industria”, reconoce la funcionara. “De nada van a servir si nadie las cumple”.

Más allá del cambio en la producción,

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