Cuando los británicos ya no soportan más la imagen de sí mismos que les devuelve el espejo del Brexit -un país dividido, paralizado políticamente, recocido en sus prejuicios y desencantado con sus dirigentes- vuelven la mirada hacia la institución que sostiene aún el sentimiento de unidad y orgullo: el Servicio Nacional de Salud (NHS, en sus siglas en inglés).

En la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Londres, en el 2012, James Bond llevó en helicóptero hasta el mismo estadio a la reina Isabel II, y las Spice Girls resucitaron, con su reencuentro, el espíritu de optimismo que invadió la era de la Cool Britannia de Tony Blair. Pero fue una extraña coreografía, en la que decenas de enfermeras y médicos empujaban camillas con pacientes conectados a goteros, la que desató la emoción de los millones de británicos que vieron el espectáculo.

“Todo el mundo, rico o pobre, mujer o niño, podrá usar este servicio. No se cobrará por nada, salvo algunas excepciones. No se exigirá ningún tipo de seguro. Pero no se trata de una institución caritativa. Todos ustedes lo están pagando, como contribuyentes, y servirá para acabar con las preocupaciones económicas en tiempos de enfermedad”. Los millones de panfletos que se repartieron en 1948 para explicar en qué consistía el recién creado NHS sirvieron para instalar en los ciudadanos un doble sentimiento de pertenencia y posesión. Pertenencia a un país capaz de reinventarse después de una Guerra Mundial que lo había dejado exhausto, dejar atrás la desigualdad social de la era victoriana y ofrecer al mundo un ejemplo práctico del tan reclamado Estado del Bienestar. Posesión de una red de asistencia que no era un acto de generosidad otorgado desde arriba sino el fruto de un esfuerzo colectivo, ganado a pulso después de décadas de lucha de los movimientos de izquierda. Y de cuya virtud se apropiaron todos. Ricos y pobres. Conservadores y laboristas.

“Apenas tres años después de que se fundara el NHS, el nuevo Gobierno conservador de Churchill hizo frente a una elección: volver a los viejos argumentos del debate o aceptar la legitimidad de lo que se había creado y seguir mejorándolo.

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