Lo bueno: Ya pasó el Mercurio Retrógrado.

Lo malo: Ya no le puedo echar más la culpa a él sobre mis desgracias cotidianas de primer mundo. Y qué mejor manera de celebrarlo que en el hospital desde las seis de la mañana, con dolores punzantes en el abdomen, numerosas entregas y conversaciones de WhatsApp llenas de dobles tics azules sin contestar. Resulta que tenía estrés, según el médico, que insistía en llamarme Jaime porque Chenta le resultaba demasiado complicado. Eso no resta que debería parar de tomarme neobrufen como reemplazo de la Coca-Cola cuando no he ido a hacer la compra durante un tiempo.

A lo que iba.

— “Todos estamos cansados. Estresados”.

— “Pues tómate unas vacaciones”, diría mi médico de cabecera, que además de capacitista, le da la espalda a la raíz del problema.

— “Ni hao, ni hao ma, soy Marcos y te voy a hacer un análisis de sangre. Esto va a ser rápido. Very quickly“, me dijo un tal Marcos.

Parecía un personaje sacado de una película de Quentin Tarantino. Reí, le contesté en inglés por educación y me perdí en mis pensamientos. Esto ya lo decía Remedios Zafra en El Entusiasmo. Sobre los sujetos precarios en los trabajos culturales creativos, sobre cómo la vocación y el entusiasmo son instrumentalizados por un sistema que favorece la ansiedad, el conflicto y la dependencia en beneficio de la hiperproducción y la velocidad competitivas. Me acordé de la vez que, en clase de urbanismo, invitaron a una arquitecta antigua alumna de la universidad y nos comentó cómo era importante “Elegir un trabajo que nos gustase y así no tendríamos que trabajar ni un día de nuestra vida”. Ojalá hubiera hablado sobre la precariedad, sobre cómo recurrimos al entusiasmo para soportar la hiperproducción, el estrés y la precariedad.

Escucho un pitido. En la pantalla colgada en la pared se ilumina mi número de referencia: MED 2398. Sala 14. Me levanto para hacer la radiografía y la puerta está cerrada.

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