El veterinario argentino Guillermo Giovambattista recuerda el día de 2015 en el que recibió una llamada inusual en su laboratorio: había habido un asesinato en su ciudad, Buenos Aires. Al otro lado del teléfono hablaba un miembro de la Fiscalía. El principal sospechoso del crimen había sido detenido y su zapato escondía una posible pista: una caca de perro aplastada en la suela. Giovambattista, director del Instituto de Genética Veterinaria, había colaborado con las autoridades en cientos de casos de robo de ganado, pero este encargo era diferente. La resolución de un homicidio estaba en sus manos.

“Las heces que había pisado el sospechoso podían ser de la mascota del muerto”, rememora el veterinario, de la Universidad Nacional de La Plata. Su equipo tomó muestras del perro del fallecido y comparó el ADN con el del excremento de la suela del presunto asesino. Los resultados mostraron que era 20 veces más probable que pertenecieran al mismo perro que a dos distintos. No era una pista definitiva, pero sí suficiente para sumarse a otras y acorralar al acusado.

La genética forense veterinaria ha dado un salto desde entonces, explica Christopher Phillips, de la Universidad de Santiago de Compostela. El equipo de este genetista fue clave en la resolución del caso de Eva Blanco, una joven de 17 años que fue violada y asesinada el 20 de abril de 1997 cuando volvía a su casa en la localidad madrileña de Algete. El ADN extraído del semen no coincidió con el de ningún sospechoso y el crimen permaneció impune hasta 2015, cuando el grupo de Phillips lo volvió a analizar y dictaminó que aquel material genético anónimo era muy probablemente de un hombre norteafricano. Los agentes de la Guardia Civil hicieron el resto. Investigaron a todos los magrebíes que vivían en Algete en 1997 y acabaron deteniendo a Ahmed Chelh, un hispanomarroquí que se suicidó en enero de 2016 en la cárcel madrileña de Alcalá Meco.

«Ahora podemos predecir con bastante precisión la raza de un perro y su color»,

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